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Reencuentro con un viejo amor

 

Allí estaba ella, haciendo fila a la entrada de un cine junto a sus compañeras. Era temprano en la tarde y todas llevaban puesto el uniforme de escuela superior, así que me imagino que habrían corrido al cine al salir, quién sabe si hasta cortando una clase o dos.
A pesar de la distancia, el parecido era tan enorme que mi corazֶón envejecido saltֶó y me dio una patada de ‘kick boxing’ en el centro del pecho.
“¡Carmín!”, dije en voz baja. “¿Eres tú?”
Me reí de mí mismo. Claro que no podía ser ella. Esta muchacha tendría unos 15 años, mientras que Carmín -¡mi Carmín!- debía andar ya por los cuarentipico, igual que yo. Claro, si estaba viva: hacía años que no la veía. Que ni siquiera sabía de ella.
Cuando se me ocurrió que la niña tal vez fuera hija suya y que no perdía nada con preguntarle por mi viejo amor, ya era demasiado tarde: la fila se había evaporado y todas estaban ya dentro del cine.

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Di media vuelta y empecé a alejarme recorriendo esa parte de la acera en la que yo me pasaba caminando últimamente, pero me detuve de pronto: el recuerdo de Carmín, que llevaba tantos años dormido dentro de mí, ahora lloraba a grito limpio, como un bebé que se despierta con hambre. Me di cuenta de que no podía darle la espalda a la que posiblemente fuese la última oportunidad que yo tendría en la vida de averiguar el paradero de la muchacha que había sido mi primer amor, aquel del cual tenía mejores recuerdos.
¿Cómo iba a ser de otra manera? Todos mis demás amores, no empece lo bien que hubiesen comenzado, habían terminado mal, ya que mi resumé amoroso carga con varias separaciones nada amigables y un divorcio. Pero lo de Carmín ni siquiera había podido comenzar adecuadamente: habíamos sido noviecitos de escuela superior, de esos que en el undécimo grado hacen planes para casarse y tener nietos juntos, pero todo concluyó cuando su familia se mudó para la Florida y nuestra correspondencia, al principio tan caudalosa como un río crecido, poco a poco fue disminuyendo y al par de años terminó secándose por completo.

 
Frente al cine había uno de esos cafetines con taburetes al aire libre, y allí estuve el próximo par de horas, sorbiendo un café amargo tras otro y escuchando un merengue tras otro salteado con algún reguetón. Al final de mi suplicio, vi que las muchachas salían de nuevo, y que entre ellas se encontraba, naturalmente, la que tanto se me había parecido a mi Carmín.
Salí corriendo hacia ellas.
“¡Niñas, niñas!”, grité. “¡Un momento!”
De pronto me di cuenta de lo absurdo que resultaba todo. Incluso si por algún milagro la muchacha resultaba ser hija de Carmín, lo más seguro, suponiendo que siguiera viva, sería que no quedaran ni restos de la Carmín que yo había conocido. Quizá, igual que yo, la vida la había hecho sufrir mucho, por mucho que hubiese amado, y la había vuelto otra persona.
Peor aún: lo más probable era que ni se acordara de mí.

 
Al escucharme, las muchachas se detuvieron y se quedaron mirándome con cierto recelo. Supongo que era probable que les resultara extraño que las invocara un hombre que ya muestra canas en su barba de dos días, y que para colmo andaba vestido con una camiseta en la que aparecía el nombre de un popular negocio de comida rápida.
De la mugrosa bolsita de tela que me colgaba del hombro extraje algunos de los cupones que me pasaba repartiéndole a todo el mundo.
“Hamburgers a uno con 19”, dije mientras iba dándoselos mano a mano. “Pero apúrense que la oferta dura hasta las cuatro de la tarde”.
Sin mucho entusiasmo las chicas me dieron las gracias y se pusieron a caminar en dirección contraria a la del restaurante que pagaba mi mísero salario.
Sin embargo, entre risotadas escuché que una dijo: “¿Viste cómo te miraba, Carmín? Parecía enchulado de ti”.

 

Romeomareo2@gmail.com

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