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En el amor como en la guerra

El otro día, cuando hacía fila en el banco, mi corazón, que normalmente late a ritmo de bolero, comenzó a hacerlo a ritmo de reggaetón: en la misma fila ante mí estaba una muchachita que me recordaba a alguien que yo había conocido hacía muchos años. Al voltearse un momento, claro está, me probó que era una persona distinta. Como tenía que serlo: la que yo recordaba casi podría ser su abuela ahora.

Se llamaba Suzy.

Suzy era una típica americanita, rubia y de ojos claros, cuya familia de buenas a primeras se mudó a nuestro vecindario de Santurce allá para principios de los años setenta, cuando yo estaba en plena adolescencia.

Como sucedía entonces, los muchachos y muchachas de nuestro vecindario formábamos un grupo bastante denso e impenetrable. Lo hacíamos todo juntos, desde ir a la misma escuela (la mayoría asistíamos a una a la que podíamos ir a pie), hasta ir al cine o a la playa. Ah, y claro está, aunque nuestras edades fluctuaban entre los 12 y los 17 o 18 años, después de terminar de hacer las asignaciones casi siempre nos pasábamos la tarde, en esa época gloriosa antes de que existieran los vídeojuegos,  jugando en la calle o en los ‘parkings’  de los edificios de apartamentos en los que vivíamos. Los varones jugábamos mayormente a la pelota -con bolas de goma y usando el puño cerrado de bate-, ya que el baloncesto no se había popularizado tanto, y las muchachas brincaban cuica o saltaban sobre el piso rayado con una piedra para jugar a la rayuela.

Pero había dos juegos muy que las niñas y los varones podíamos jugar juntos: uno era el tira y tápate y el otro el esconder.

Ambos tenían la grata particularidad de que fomentaban las relaciones más cercanas entre los sexos, aunque, claro, sin que ni siquiera pensáramos entonces en la intimidad sexual.

En el tira y tápate, según recordarán algunos, el grupo se dividía en dos equipos, ambos equilibradamente ‘unisex’. Cuando un equipo estaba a la ofensiva, uno de los jugadores le lanzaba con bastante fuerza con una bola voleibol a los jugadores del equipo contrario, que corrían para todos lados con el objeto de evitar ser golpeados y, por ende, sacados de juego.

Los varones, por caballerosidad, tratábamos de no lanzar con tanta fuerza a las muchachas del equipo contrario, pero a veces estas de todos modos recibían un golpe bastante fuerte, en especial si se interponían en una bola lanzada a alguno de sus compañeros varones.

Cuando estallaban en llanto, adoloridas, era el momento ideal para que uno se acercara a ellas, les pasara la mano por el cabello y les susurrara frases de aliento… unas acciones que muchas veces propiciaban el nacimiento de noviazgos.

El juego del esconder también tenía sus virtudes: los muchachos más aguzados siempre se las arreglaban para decirles a las chicas más bonitas, “ven por aquí, que yo conozco un sitio bien bueno”, y entones las llevaban hacia unos escondrijos apartados y oscuros donde podrían hablarles a solas y en voz baja sin que los oyera más nadie: otra inestimable fuente de noviazgos juveniles.

En fin, Suzy acababa de unirse a nuestros juegos, y su presencia había despertado en mí mi primer entusiasmo ‘serio’ por una representante del llamado sexo opuesto. Pero mi inexperiencia y falta de seguridad en mí mismo me imped?ían decirle nada, hasta el punto de que incluso una vez que estuvimos escondidos los dos solos en un garaje abandonado y oscuro, ni siquiera le dirigí la palabra para decirle nada importante durante los 15 minutos que estuvimos allí encerrados al jugar al escondite.

Y eso que ella hablaba español.

Desde ese día, cuando me veía, Suzy se reía y le comentaba a todo el mundo: “Romeíto es timido, que dolor, que dolor, que pena”.

Cuando le conté mi dilema a mi mejor amigo Luisi, que era par de años mayor y, por consiguiente, se consideraba un hombre de mundo, él me respondió? con toda autoridad: “¿Por qué vas a tener miedo? ¿Qué es lo peor que te puede pasar, que te de un buen bofetón? A mí me lo dan casi todos los días, y no es tan malo”.

“Además”, agregó, diciéndome algo que me marcaría para toda la vida, “si una muchacha te golpea, lo mejor que puedes hacer es abrazarla y besarla en la boca. Si ella no te vuelve a golpear, es porque tú le gustas”.

Me sentí tan entusiasmado por este conocimiento que no tardé en ponerlo en práctica, aunque tal vez mi exceso de celo no me dejó esperar a que estuviéramos otra vez los dos solos, sino en pleno juego de tira y tápate: sin querer, la golpeé con un pelotazo y ella me gritó: “¡Bruto! ¡Abusador!” y procedió a darme un buen tortazo.

Acto seguido seguí el consejo de Luisi y le planté un beso.

Entonces sentí que alguien me daba un puño en la quijada, y caí de espaldas al piso. 

Había sido Luisi.

Este hizo ademán de abrazar a la muchacha para protegerla de mi ataque.

“¿Qué te has creído, desgraciao? ¿Estás loco? A las muchachas como Suzy uno las respeta”.

No había pasado media hora y ya los dos estaban anunciando su noviazgo, mientras que yo había aprendido una de las grandes lecciones de mi vida: hay tipos que, para conquistar a una mujer, son capaces hasta de engañar y meterle un puño a su mejor amigo. Porque todo es válido, en el amor como en la guerra.

Romeomareo2@gmail.com

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