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Coney Island

Me bajo del metro en una estación inhóspita rodeada de carreteras transitadas por camiones de carga y paseos peatonales improvisados al costado de edificios a medio construir. A pesar de ser viernes, no veo trabajadores de construcción ni escucho el rugir de sus máquinas. Me pierdo en el laberinto conformado por los projects o los conjuntos de vivienda pública. Poco a poco me voy acercando a la costa de Brooklyn y finalmente encuentro mi destino: Coney Island. A pesar de no ser la primera vez que visito este lugar, me pierdo invariablemente al llegar.

El sol pega duro mientras recorro la Surf Avenue llena de pequeños restaurantes y tiendas de antigüedades. A lo lejos diviso el Luna Park, un parque de diversiones que, entre otras cosas, alberga una montaña rusa de madera construida hace 90 años. Me dirijo hacia el paseo tablado que bordea la playa atestada de familias que toman el sol mientras observan un mar helado capaz de congelar hasta los más lejanos recuerdos. Hace más de un siglo, dicha playa amplia y vacía de palmeras le pertenecía a grandes hoteles que restringían su acceso durante el siglo 19. Luego de la intervención por parte de la administración de la ciudad de Nueva York, las playas fueron rescatadas, los hoteles demolidos y se construyó el paseo tablado que garantizaría el acceso público. Playas para el pueblo.

Camino por el Luna Park, con sus tienditas y bares adyacentes que me evocan estampas de mi infancia en la Feria 2000 que montaban anualmente en el estacionamiento del Hiram Bithorn. Los carritos locos, el vertiginoso martillo, el barco pirata y los dulcísimos algodones rosados y azules. En Coney Island se respira esa atmósfera de pasado, adornada por peluches gigantes que premian juegos de puntería y colmada por deep fried oreos que se venden en pequeños quioscos de madera. Coney Island también me recuerda el “bosque mágico” de Burger King en Navidad, los cumpleaños de Burbujita Bolillo con el bizcocho de cumpleaños “más grande del mundo” y el enorme cuerpo plástico de mujer que armaban en el parque Luis Muñoz Rivera y al que uno entraba y veía cómo era el cuerpo humano por dentro. Para mí Coney Island es como pisar nuevamente mi infancia durante la década de los noventa en Puerto Rico.

Sin embargo, Coney Island es también el vestigio de una sociedad que se maravillaba por la tecnología de las máquinas. Al pasear por allí, veo viejas vitrinas de Zoltar: una máquina que te decía la fortuna a cambio de unas monedas. También, veo viejos establecimientos de juegos dmaquinita o arcades, como el Stop and Play en Plaza las Américas y San Patricio. Además, muchos edificios exhiben letreros estructurados con bombillas que parpadean intermitentemente y murales pintados a mano, cuyo deterioro testifica que fueron confeccionados hace varias décadas.

Me tomo una cerveza en un establecimiento frente al paseo donde también venden hot dogs y todo tipo de comida chatarra norteamericana, presente desde antes del desarrollo de franquicias multinacionales como MC Donald’s. Contrario a las playas en Puerto Rico, no veo barbacoas ni calderos de arroz con gandules. En cambio observo todo tipo de personajes que se desplazan por el malecón: desde la mujer Barbie, el gringo hippie anclado en los 70′ hasta la familia de judíos ortodoxos que se pelea porque los niños quieren jugar en las máquinas.

Una de las atracciones de este lugar que más me llama la atención es el freak show que desde hace más de cien años despierta el interés turístico. Antes, cuando no había nociones de political correctness, gran parte del entretenimiento de Coney Island residía en los shows sensacionalistas y hasta poco sensibles. Por ejemplo, había una atracción llamada Midget City o ciudad de enanos que era visitada por el público en general. También había máquinas que reproducían desastres naturales históricos, como inundaciones, terremotos y fuegos catastróficos.

José Martí en un ensayo sobre su visita a Coney Island en 1881, lo describe de esta forma: “museos de a 50 céntimos, en que se exhiben monstruos humanos, peces extravagantes, mujeres barbudas, enanos melancólicos, y elefantes raquíticos”…

Todavía hoy quedan rastros de estos side shows para curiosos que buscan un entretenimiento que salta los parámetros de tolerancia y respeto hacia la diversidad. Me interno en una pequeña sala de teatro, junto a por lo menos quince personas más. En el escenario se presenta un enano maestro de ceremonia que se inserta un destornillador en la nariz y se traga un globo de cumpleaños, sin mostrar la más mínima molestia. Luego, salen a escena otros personajes: un chico que hace trucos inverosímiles con varios yoyos y esferas de cristal; una mujer que traga fuego y se quema la piel sin aparente daño; otro enano que toca guitarra con los pies y nos pide que le hagamos preguntas sobre su vida cotidiana; y finalmente, una mujer que traga cuchillos y espadas de más de dos pies de largo y nos recuerda que lo hace for your twisted entertainment. Todos los números, a pesar de oscilar entre lo patético y lo políticamente incorrecto, despiertan asombro. La audiencia aplaude.

Salgo de allí un tanto aturdida. Nuevamente me siento arrestada por la atmósfera de entretenimiento viejo que inunda el espacio. Antes de montarme en el subway, de regreso a casa, observo por última vez el espectáculo que supone la fascinación humana hacia las máquinas, las estructuras de hierro y los colores incandescentes.

A pesar de los avances tecnológicos y la integración de las máquinas en nuestra rutina diaria como los dispositivos móviles y tabletas, Coney Island aún guarda un as bajo la manga. Y esa carta ya la identificaba Martí en el siglo 19.

No es otra cosa que observar “esa naturalidad en lo maravilloso; eso es lo que asombra de allí”.

 

 

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