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Robo vitalicio

Hace seis años que fui víctima del robo de identidad y ello coincidió con la primera vez que sometí mis impuestos en la ciudad de Nueva York. El IRS (Internal Revenue Services por sus siglas en inglés) me lo notificó a través de una carta que decía que otra Cecilia había recibido más de 30,000 dólares en reintegro. Ahí comenzó mi vía crucis con el IRS y las consecuencias de haber perdido algo tan intangible pero cuantificable como es, al parecer la propia identidad.

Lo primero que tuve que hacer fue llamar a las tres principales agencias de crédito, Transunion, Equifax Experian, para asegurarme de que nadie hubiera sacado un carro o una hipoteca a mi nombre. El segundo paso fue hacer una querella en el cuartel de la policía. Cuando el policía me preguntó el delito, experimenté cierta confusión y extrañamiento al tener que contestarle, “me han robado la identidad”. Luego tuve que acudir a los bancos, congelar el acceso a mis cuentas  y acostumbrarme a verificar mis estados de cuenta con más frecuencia para identificar posibles cargos fraudulentos en débito o crédito. Una misteriosa cuenta de Netflix Canada, así como pagos en Popeyes fueron algunas de las transacciones que tuve que notificarle al banco.

Recuerdo que la primera vez que hablé con la señora del IRS le pregunté sobre cuándo regresaría todo a la normalidad. Ella me contestó que nunca, que mi información ya había sido expuesta, que había salido afuera y que no había forma de volver a recuperarla. Your privacy is no longer possible and you just have to live with that—me dijo.

Al principio me alarmé. A diferencia de otros robos, el robo de identidad es un crimen del que uno nunca deja de ser víctima. Una vez cometido, todos los días te puede volver a suceder. Para mi sorpresa, no era la única. Varios amigos puertorriqueños, incluyendo la que era entonces mi roommate, sufrieron del mismo hurto.

Pero lo que más me incómoda del robo de mi identidad es su aparente virtualidad. Es decir, una identidad “de trámite” que se reduce a puñado de números y cifras que nada tienen que ver con lo que es uno.

Todos los años, durante este periodo de someter los taxes, recibo una llamada telefónica de IRS para confirmar mi identidad y poder recibir mi reintegro. El proceso requiere que conteste preguntas aleatorias y en ocasiones, difíciles de responder. En fin, el proceso acarrea ciertos malestares que se acentúan cuando siento que la persona que se encuentra al otro lado del teléfono duda de mí, de que soy yo, la única Cecilia Velázquez. Sentirse impostor de uno mismo.

Este año fue diferente. Por primera vez disfruté de mi conversación con el oficial del IRS. Contrario a las experiencias pasadas, éste fue paciente y amable. Incluso, en medio del diálogo se me escapó una palabra soez para los oídos formales. “Oficial, pero ¿usted me podrá verificar si ya alguien más utilizó mi información y toda la mier** esa?”. Inmediatamente le pedí disculpas. Algo en su tono de voz me había hecho sentir en confianza. “No te preocupes mija, que hoy es viernes y eso queda entre nosotros”—me dijo. Ahí comprendí que veníamos de la misma isla. Él de Bayamón y yo de San Juan. Pero a fin de cuentas, del mismo lugar que exhala la misma melodía.

 

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