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Letras vivas

Nunca sé qué decir cuando las personas fuera de mi campo me preguntan a qué me dedico y por qué me encuentro en Europa. Como si estuviera contestando preguntas en un formulario, la mayoría de las veces recurro a respuestas simples. Soy estudiante doctoral. No, no estudio medicina. Soy de las Humanidades. Me especializo en piratas del Caribe. No, no son como los las películas de Johnny Depp. Estoy Londres porque tengo que ir al archivo para recopilar fuentes primarias para mi tesis…

La lista de enunciados se complica o simplifica. A veces soy más o menos entusiasta con mis respuestas.

Siempre hay quién me pregunta, ¿y cómo es eso de los archivos?, ¿qué tú haces allí?

Llego todas las mañanas temprano a la British Library para ocupar una mesa que tenga buena luz. El protocolo de esta institución es muy parecido al de otras bibliotecas. Antes de entrar a la sala de manuscritos, tengo que dejar todas mis pertenencias en un casillero. Por lo general, solo se permite entrar con la computadora y a veces, puede uno llevar una cámara. Muestro mi identificación de investigadora a un guardia de seguridad que está sentado frente a un monitor que despliega recuadros con imágenes en vivo de cada mesa. Él nos vigila sentado, mientras otros nos vigilan de pie, dando rondas cada media hora.

Voy directo al mostrador de los archivistas, muestro mi identificación nuevamente, pido el material que quiero consultar y me asignan una mesa. Luego de haber superado estas etapas del proceso, toca esperar. Como si estuviera en una sala de hospital aguardando el nacimiento de un bebé, así espero a que me traigan el manuscrito. Aunque parezca lo contrario, los manuscritos están tan vivos como los niños y hay que atenderlos con el mismo cuidado. Hay varias directrices para ello.

Veo que se acerca la encargada del mostrador con mi manuscrito y sé que se asoma la mejor parte de visitar un archivo. La de cruzar mundos y siglos, la posibilidad de sumergirme en otra época durante las próximas horas.

Abro el manuscrito que contiene casi toda la correspondencia del embajador de España en Inglaterra desde 1579 hasta 1584. Se llamaba Bernardino de Mendoza y según sus cartas escritas al rey de España, Felipe II, su relación era un tanto turbia con la reina Elizabeth I y su secretario Sir Walsignham. El papel amarillento de las cartas despide un olor que confirma su vejez. Toco las cartas que encierran más de 400 años y que desafían el aquí y el ahora. Hoy estoy aquí pero en realidad estoy allí, junto con Bernardino. A través de la lectura, me interno en sus pesares y preocupaciones. Me fijo en sus trazos precipitados y me acostumbro a reconocer las peculiaridades de su letra cursiva. Imagino los sobresaltos o emociones que probablemente lo llevaron a cometer faltas gramaticales. Conjeturo sobre su vida, sobre lo que habría estado pensando en ese momento, sobre lo que no quiso escribir y prefirió dejar en el tintero. Repaso carta por carta y me fijo en las fechas. A veces escribe todos los días, mientras que en otras ocasiones, pasa semanas sin escribir.

Leo su última carta en la que le comunica a su rey que ha sido acusado de traición por supuestamente haber sido parte de una conspiración para destronar a la reina Elizabeth y poner en su lugar a Mary, la heredera al trono de Escocia. Le ruega a Felipe II que por favor lo mande a buscar, que su reputación ha sido denigrada y que teme por su vida en tierra de herejes.

El punto final de esta carta marca el final de su estancia en Inglaterra.

Así, desaparece Bernardino de esta historia. Su figura reaparece en cartas escritas por otros que discuten su paradero. Según el Conde de Olivares, Bernardino fue a parar a Francia y luego a Génova.

En varios días recorrí casi cuatro años de la vida de Bernardino. A pesar de que nunca nos conocimos en persona, siento como si hubiera sido parte de sus días en Inglaterra. Esa es la magia de los archivos. Y el trabajo de los investigadores es hilvanar retazos de historias que componen nuestro pasado.

Realizar investigación en los archivos puede parecer una tarea muy solitaria. Para mí es todo lo contrario. Al leer las cartas de reyes, reinas, embajadores, secretarios y sus amigos, siento que viajo con ellos todo el día.

Ando con una cartuchera llena de identificaciones de los diferentes archivos que he visitado y a los que a veces tengo que regresar.

Intento seguirles la pista.

 

 

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