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Karaoke en la 34

La conocí hace cuatro años en un curso de literatura medieval. Llevaba el cabello cubierto con un hijab y una blusa de manga larga que le cubría sus brazos. Un día, después de clase, se me acercó. Con voz dulce, me preguntó mi nombre y se mostró interesada al saber que era puertorriqueña. Me contó que había nacido en la Florida, que su madre era casamentera de oficio y que había crecido bajo la fe islámica. “Estoy acostumbrada al acento dulce de los caribeños”, me dijo. Se referiría a los cubanos, dominicanos y puertorriqueños con los que se relacionó desde pequeña en la escuela, las panaderías o restaurantes frecuentados por su familia.

Esta semana me invitó a su fiesta de cumpleaños para celebrar sus 34 años.

Decidió celebrarlos en un lugar de karaoke, en el barrio coreano de la calle 34. Anticipadamente, había enviado un e-mail junto a un google doc para que las cinco invitadas le escribiéramos las canciones que queríamos cantar. Me fijé en que todas éramos millenials. Unas más viejas que otras, pero millenials. Así, del listado de canciones en inglés saltaron ante mi vista intérpretes como Shakira y Selena, entre otros. Esos, que todos vimos en MTV.

El cumpleaños fue citado para las 5:30 de la tarde. Un miércoles. Sin alcohol.

Llegué temprano. Las demás invitadas, excepto yo, llegaron con los cabellos y brazos cubiertos. No conocía a las demás chicas pero descubrimos que teníamos en común estudios en literatura medieval. Ese tema se convirtió en el hilo conductor de la primera conversación. Las anfitrionas coreanas nos llevaron al cuarto privado que se había reservado para el karaoke. Teníamos dos horas para disfrutar.

Una vez en la habitación, la homenajeada sacó una sábana plateada y la colocó en el piso. Sin pensarlo, le pregunté por qué lo hacía y me contestó que porque tenía que rezar. Me avergoncé por mi falta de tacto. Pero bueno, el rollo de la diversidad es complejo y amplio. Ella rezaba todavía cuando las demás comenzamos a explorar la lista del karaoke.

No soy persona de pagar por karaokes porque precisamente me dedico, por razones creo que genéticas, a hacer de cada fiesta un karaoke que suele tener diversos niveles emotivos, según las cervezas ingeridas.

Aquí no había ni cervezas ni nostalgias.

Confesé mis lagunas lingüísticas con el inglés y le dije al grupo que la mayoría de las canciones de los noventa me las aprendí de manera fonética. Es decir, sin ninguna noción de su significado. Agarré uno de los micrófonos y comencé a cantar Hit me Baby One More Time, de Britney Spears.

Un tanto sorprendida, escuché a las cuatro chicas musulmanas cantar de memoria todas las letras de las canciones. No solo las de Britney, sino también las canciones más oscuras de Cristina Aguilera, las Spice Girls, entre otros artistas de la década de los ochenta y los noventa.

No podía verles el cabello pero sí podía verlas a ellas. Eran mujeres como yo que aprovechaban el momento para desprenderse de sus ataduras, de sus estereotipos. No compartíamos la religión pero tuvimos en común una adolescencia llena de sueños. Y hoy, unas ganas enormes de gritar por un micrófono, en un cuarto de karaoke, en un restaurante coreano de Nueva York.

Llegó la hora de marcharnos. Las demás se fueron, yo me quedé como una hora más con la cumpleañera, mientras esperaba por su esposo. Hablamos de temas que nos interesaban. Me comentó que estaba buscando trabajo, que le preocupaban las políticas de Donald Trump. Me dijo que, a pesar de ser ciudadana estadounidense, nacida y criada aquí, temía por su futuro.

La miré. Aunque oculta en sus telas por su devoción religiosa, pude vislumbrar su miedo y preocupación.

La abracé. No pude hacer otra cosa.

 

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