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El viaje a la semilla

No se puede negar que existe algo de corva fascinación en este tiempo de sacudidas. Se nos desplomaron en la cara el Gobierno propio y las certezas. Quedamos desnudos ante las preguntas más básicas. Como en el cuento de Alejo Carpentier, vamos en un “viaje a la semilla”, en una involución que nos lleva de vuelta al principio. Nunca quisimos madurar por nuestra voluntad. Esto nos obliga a madurar a la cañona.

Eso no es malo.

La sacudida más grande, la que nos ha hecho plantearnos las preguntas más tremendas, hasta este momento, pues vienen otras, es la propuesta congresional de establecer una junta de control fiscal que, para todos los efectos, sería el verdadero gobierno, convirtiendo básicamente en empleados suyos a los gobernantes que escogemos cada cuatro años en elecciones dizque democráticas.

Ese es un desenlace que va a la médula misma de nuestra naturaleza colectiva. Nos pone ante un espejo que nos devuelve una imagen pavorosa. La idea que anima la propuesta de la junta, explicada en su esencia más elemental, es que los boricuas, como conjunto de personas, carecemos de la capacidad de resolver nuestros propios problemas y necesitamos tutelaje exterior. Las reverberaciones de esa idea van más allá incluso que las ideologías de status, que es la interpretación más simple, que se le da a esto.

Los estados de EE.UU. eligen sus gobernadores. Los municipios eligen a sus alcaldes. Los residentes de comunidades eligen a sus juntas. Las organizaciones profesionales eligen a sus representantes ante el resto de la sociedad. Las clases graduandas, hasta las de escuela intermedia, eligen a sus directivas. En algunas familias, hasta se vota por dónde ir a comer.

Eso es lo que llaman democracia, la forma de organización política y colectiva menos imperfecta de todas las que ha inventado la humanidad. ¿Cómo se verían a sí mismos los tejanos, los arecibeños, los de Rexville, los de la asociación de vendedores de lápices, los de la clase graduanda de la intermedia de Rincón, si alguien les dijera ‘ustedes no pueden manejar sus propios asuntos internos, nosotros lo haremos por ustedes’? Los de la escuela intermedia (son niños, caramba) quizás lo vean sin ningún problema. Los demás, no.

Esa es la pregunta fundamental, crítica, ante la que estamos en este momento. Ese el viaje a la semilla que emprendimos, obligados por las circunstancias a plantearnos cuestiones esenciales que el resto de la humanidad resolvió hace tiempo. ¿Qué es la democracia? ¿Por qué es un valor universal? ¿Por qué es el modelo de organización política prevaleciente en 123 de 193 países de la ONU? ¿Por qué es el modelo de organización política en 19 de los 20 países con el más alto índice de desarrollo humano, según definido por la ONU?

La respuesta fácil es que no supimos usar nuestra limitada democracia.

Mirado superficialmente, puede que haya un punto ahí. Por décadas votamos por prestidigitadores, encantadores de serpientes, nigromantes y faquires que nos durmieron con el espejismo de la falsa prosperidad, sacando del maloliente sombrero del populismo castillos de arena que no tenían de donde sostenerse. Corrimos tras ellos enceguecidos por los fuegos artificiales y enardecidos por la música de las tumbacocos y comepavas. Fuimos deslumbrados por campañas de publicidad asépticas que nos mostraban un mundo hermoso al que se podía acceder, nos decían, sin mucho sacrificio.

Nunca nos preguntamos quién pagaba, ni cómo. Hubo, siempre, voces de la razón, que nos advertían que íbamos al precipicio. Pero era como estar ebrio en el medio de una fiesta bien brava y que alguien nos agarrara del brazo y nos dijera “vente, que aquí ya mismo estalla una bomba”. Nos zafábamos y seguíamos bailando arrebatados sin pensar en nada que no fuera el placer inmediato.

Un poco más en el fondo, hay otras cuestiones menos simples. El coloniaje, aquí como en donde quiera que lo hay, quita al público el sentido de perspectiva y de responsabilidad, pues ni a nivel individual ni colectivo se es el último responsable de las acciones propias. Podemos también plantearnos preguntas de cómo entendemos aquí la responsabilidad colectiva y personal, qué valor le atribuimos a la educación, al esfuerzo y al trabajo. Más o menos esos son los ingredientes del coctel tóxico que nos envenenó y nos hizo hacer mal uso del grado limitado de gobierno propio que nos concedió Estados Unidos.

Había otras opciones democráticas. Menos cómodas, quizás, pero siempre las hubo. Las hay todavía. En las elecciones de 2016, habrá seis opciones para la gobernación, cuatro de ellas no vinculadas a los que llevan décadas gastando por encima de los recursos del Estado y cuadrando presupuestos con los préstamos que ahora nos ahogan. En las elecciones del 2012 hubo cinco alternativas. Ninguna pasó del 3%.

Si no fuera por lo grave de esto, desatarían carcajadas oír a los que nunca han dado opciones de triunfo a otros decir “es que no tienen opciones de triunfo”. Pero los que estiran al límite el elástico de lo absurdo son los que toda la vida han votado por rojos y azules y ahora se consuelan diciendo: “los otros hubieran sido iguales”.

A la propuesta de la junta le espera un tránsito tumultuoso por el Congreso. Muchos republicanos se oponen. Los demócratas también, que aunque son minoría disponen de recursos reglamentarios para detenerlo. Algunos de los principales acreedores tampoco quieren la propuesta. No se sabe, en fin, qué pasará.

Lo que ya pasó, y nada podrá borrar independientemente de lo que ocurra con la propuesta de la junta, es la idea, ya sembrada en la conciencia del país, de lo malos que somos como sociedad democrática. ¿Qué vamos a hacer con esa certeza? “Esa es la pregunta”, con el perdón de los que, ahora, no quieren saber ya de políticos.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)

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