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El hermoso 2015

En algunos países latinoamericanos despiden el año viejo quemando un muñeco de tamaño humano que simboliza todo lo malo traído por los doce meses acabados de concluir. El resultado de este 2015 nos tiene tentados a los puertorriqueños a construir un muñeco del tamaño de la Torre Eiffel y cuando estén sonando las doce campanadas el jueves prenderle fuego, forrarlo de petardos, patearlo, escupirlo, maldecirlo y después tirar frenéticamente su esqueleto chamuscado y humeante por un barranco, a ver si se lleva todo lo malo que este fatídico año nos trajo.

Mirado superficialmente, el 2015 nos trató muy mal. Mas levantando un poco la piel y mirando debajo podríamos ver, si nos atrevemos, que bajo la debacle subyacen, invencibles, varias lecciones fundamentales que, aprendidas y ejercidas, pueden mostrarnos que, a fin de cuentas, este fue un hermoso año.

Este fue el año en el que actuaciones nuestras del pasado nos llevaron a la quiebra. Este fue el año en que quedó al descubierto, ya definitivamente, la mentira de país en el que nos habíamos obligado a creer. Este fue el año en que quedó al desnudo, como nunca antes, la indigna relación colonial que por 117 años y medio hemos tenido con quien creímos nuestro benefactor. Este fue el año en que cristalizaron todas las sospechas de lo vacuo y lo fatuo de la clase política a la que le encargamos el país.

A consecuencia de todo lo que vivimos en el 2015, esperamos el 2016 prácticamente aguantando la respiración, confiando en la ilusión de que al terminar un año y empezar otro entra en función un nuevo ciclo, trayendo renovadas esperanzas. Por eso las creencias en muñecos quemados, comer uvas, poner canela en la casa y todos esos rituales a los que algunos recurren al recibir un nuevo año.

Malas noticias: lo malo solo se va cuando lo hacemos desaparecer con nuestras acciones y lo bueno viene cuando es el fruto de lo sembrado.

Podemos quemar tres millones de muñecos, tragarnos miles de uvas, inundar nuestras casas de canela, y el resultado será el mismo si no entendemos cómo llegamos a donde estamos y qué podemos hacer para construir un futuro menos borrascoso.

Nos hace falta, sí, un despojo. Pero el despojo que nos hace falta es en el sentido de las actitudes, costumbres y tradiciones que nos trajeron hasta aquí. Ideas viejas, vanas ilusiones, el miedo a lo desconocido, del afán de la comodidad, del temor al conocimiento, de todo eso que, unido, como en un coctel de la locura, nos ha llevado a la coyuntura desgraciada en que estamos, de eso es que tenemos que despojarnos.

El 2016 trae un aliento enrarecido. Continuarán las dificultades. Hay amenaza de impago y de cierre de gobierno, con todas sus desastrosas consecuencias. Hay elecciones. Se ve a los que están postulándose para diferentes puestos y, salvo raras excepciones, no brilla la esperanza de una ruta distinta. Pero si miramos bien cómo actúan ahora, qué proponen y de quiénes se rodean los que aspiran, tenemos la oportunidad de provocar un giro.

Para eso también tenemos que recurrir al despojo. Tenemos que despojarnos del status colonial, que en este momento nos tiene viendo a nuestro país resquebrajándose sin herramientas para evitarlo, mientras poderosísimos intereses financieros se apropian de la isla. Todos debimos haber aprendido algo de ver al gobernador Alejandro García Padilla y a otros vagando por el Capitolio federal implorando ayuda, mientras allá miraban para otro lado. Eso es inhumano. No es posible hacer avanzar a un país en tal estado de indefensión.

Tenemos que despojarnos del sectarismo y de la intransigencia que nos ha impedido ir a Washington con una sola voz a exigir una solución al status, y del miedo de que, una vez vayamos y hayamos hablado como uno solo, la respuesta quizás no sea la que añoramos.

Tenemos que despojarnos de la politiquería, de la infame manía de verlo todo en colores, de descartar a este o a aquel porque no sea de nuestro partido, de atacarnos continuamente; de la actitud de tribus, de marcar terrenos, de mostrar colmillos; del individualismo y del egoísmo.

Tenemos que despojarnos de la estupidez y del culto a la ignorancia. Tenemos que dejar de temerles al conocimiento y a la verdad. Como dice el refrán: la verdad duele, pero ayuda; la mentira no duele, pero tampoco ayuda.

Esas son las causas de por qué llegamos a donde llegamos y también son las barreras que nos han impedido avanzar. Aunque llevan tiempo maniatándonos, fue en este 2015 en que, como en una vitrina de lo espantoso, surgió todo con una claridad que nos deslumbró y nos estremeció hasta lo más profundo. Veamos el país como nos lo mostró este 2015. Ahí estuvo el horror, pero todo quedó tan claro que también se ve la rendija por la cual podemos colarnos para un mejor futuro.

Aprendamos, pues, la lección. Solo cuando nos despojemos del miedo a andar e identifiquemos qué cada uno puede aportar al cambio, entonces tendremos un país distinto. El 2015 nos mostró lo malo, pero, como toda moneda que tiene dos caras, también nos dejó clarísimas las causas de nuestros problemas.

El futuro nos extiende la mano ofreciéndonos las soluciones.

Vaya el jueves y queme un muñeco, o hártese de uvas si eso le sirve de catarsis. Pero tenga claro que eso no resuelve nada. Lo que resuelve es entender por qué llegamos a donde estamos, mirarse a usted mismo por dentro, dejar de temerle a lo que pueda encontrar y empezar por usted mismo el cambio que añora para el país.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay

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