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Las cosas por su nombre

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El botón de reset

Les pasa a los artistas consumados y a los aficionados. Empiezan una obra, les disgusta cómo va quedando, rompen el óleo y empiezan de nuevo. Les pasa también a novelistas. A mitad de camino la trama no acaba de cuajar, no logran desarrollar un tono adecuado y los personajes no acaban de tomar forma. Queman el manuscrito y vuelven a la primera oración.

Le pasa hasta al autor de esta columna: a veces la tiene casi lista, no le gusta cómo está quedando, sombrea todo lo escrito, le da delete y de vuelta al complicado principio (con esta no pasó, por si acaso). Le ha pasado alguna vez, vamos, a todo el mundo, cuando algo no salió como se le había imaginado, se desanda lo caminado y se vuelve al principio.

Eso es justo lo que está pasando con Puerto Rico en este preciso momento. El país no nos quedó como lo habíamos imaginado. Las deudas nos ahogan y no hay cómo pagarlas. El Gobierno está al borde del colapso. Las instituciones, cubiertas por la política partidista como las enredaderas cubren a las casas deshabitadas, no funcionan. La clase política que gobierna, y la que aspira a hacerlo, no inspira mucha confianza que digamos.

Y en Washington, donde mandan, parece que perdieron la fe y quieren romper el óleo, quemar el manuscrito, darle delete, destruir lo que hay y crear algo nuevo. Solo así se pueden entender las propuestas de crear organismos que asuman el control total de nuestro presupuesto, lo repartan como a ellos les parezca, decidan cuánto hay para escuelas, cuánto para educación, cuánto para salud, cuánto para seguridad, cuánto para auspiciar el Festival del Petate de Sabana Grande, cuánto para la Sociedad de Brincar Cuica y cuánto para pintar los puentes en Navidad.

¿Querían ayuda? Tengan ayuda.

En el 1952, con la creación del Estado Libre Asociado (ELA), Washington nos permitió elegir a nuestro propio gobernador y nos dejó que manejáramos nuestro presupuesto para que nos entretuviéramos creyendo que éramos un país, mientras nos mantenía bajo los poderes plenarios del Congreso de Estados Unidos y se encargaba de todo lo verdaderamente esencial en nuestra vida.

Ese invento fracasó. La clase política que floreció a la sombra del coloniaje, consentida, eso sí, por casi todos los adultos puertorriqueños, que cuatrienio tras cuatrienio premiaban sus patrañas con el voto, saboteó el plan y metió al país en un barranco del cual ahora no tiene cómo salir.

Todo el mundo ha pedido ayuda en Washington para salir del túnel sin fondo al que estos titanes nos condujeron. Solo nos ha faltado organizar un piquete con güiro y pandereta en la avenida Pensilvania, que Tito Kayak se encarame al obelisco de Washington o que los religiosos organicen una jornada de ayuno y oración en las escalinatas del Congreso. Por hablar, se habló, allí mismo, ante el Senado, hasta de una crisis humanitaria aquí.

La única respuesta concreta hasta ahora, al menos de parte del Congreso, que es quien de verdad manda aquí, por virtud de la infame cláusula territorial, han sido las propuestas de ponernos camisas de fuerza como a los locos y mandarnos unos cuantos americanos de allá que nos hagan las cuentas que nosotros no supimos hacer. Eso es, en pocas palabras, apretar el botón de reset de esta vaina y tratar de empezar de nuevo.

Se dice que esto nos lleva a antes del 52. Mentira. Esto nos lleva más lejos todavía. Esto nos lleva a los tiempos de España. Esto es coloniaje puro y duro, sin disfraz alguno, del más clásico, del que ejercían los británicos en Oriente Medio y los franceses en África. El ELA es la colonia perfumada, como alguien le ha llamado a este arreglo alguna vez. Esto que proponen es ya colonia sin desodorante.

Uno ve a los que están afilándose los dientes para gobernar aquí en el 2017 y comprende a los que le dan la bienvenida a lo que sea que nos envíen desde afuera para poner orden en este berenjenal, porque la verdad es que el panorama está, francamente, de espanto. Es comprensible la falta de fe de buena parte del país en la capacidad o la voluntad de nuestros políticos para arreglar esto.

Pero al final habrá que preguntarse si el remedio no es peor que la enfermedad, pues no existe garantía alguna, salvo la fe en la astrología, de que esos señores y señoras que quieren mandar aquí a gobernarnos van a tener el bienestar de Puerto Rico como principal prioridad, ni habrá cómo reaccionar a lo que hagan.

Por ejemplo, cuando esas personas manden a cerrar la escuela elemental del barrio Puente Jobos de Guayama ¿a dónde hay que ir a hacer el piquete? Si les da con que ciertos trabajadores no necesitan plan médico, o les meten machete a pensiones, o mandan a subir contribuciones a rajatabla, o se les ocurre un plan de austeridad de esos que mandan madre, ¿ante quién se va a reclamar?

Ya, más al grano, si a pesar de ser americanos resultan ser unos totales incompetentes, ¿cómo vamos a sacárnoslos de encima? Contésteme esa, míster.

Ahí es que los puertorriqueños vamos a entender, a la mala, qué tenía en mente el primero al que se le ocurrió decir “no es lo mismo llamar al diablo que verlo venir”. Es que quizás no hay cosa más cierta que haya dicho en todo el cuatrienio Pedro Pierluisi que cuando dijo que estos planes tienen tremendo “tufo a dictadura”.

La democracia está lejos de ser perfecta. La democracia colonial del ELA lo está más lejos todavía. La democracia en un país tan mal educado como el nuestro, esa sí que está a millones de millas de distancia de la perfección. Pero, con todos sus monumentales defectos, es la menos dañina forma de organización política y social que ha existido en la historia de la humanidad. Y esta idea de poner a unos señores de por allá a decidir todo lo importante aquí es, más que cualquier otra descripción que se le pueda dar, una afrenta brutalmente antidemocrática.

Es que aquí, mirado bien de cerca, lo que se nos pide es que dejemos el País en manos de sujetos que no sabemos quiénes son, ni de dónde vienen, ni hacia dónde van.

Y eso es demasiado peligroso.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)

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