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El futuro al zafacón

Sonó el disparo y nos vimos obligados a volver a mirar, cuando casi habíamos logrado olvidarlo. Allá, en el corazón de la avenida 65 de Infantería, igual que por décadas, seguían los decrépitos residenciales públicos Monte Hatillo, Monte Park y Berwind, en una zona de guerra que ha sido descrita por el doctor José Vargas Vidot, quien sabe de lo que habla, como “el lugar más peligroso de Puerto Rico”.
Otra vez se habían desatado allí las fuerzas del infierno.

Alguna disputa entre narcotraficantes desembocó en un feroz enfrentamiento a tiros que tuvo dos consecuencias que son más graves de lo que se ve a simple vista: la 65 de Infantería, una de las vías más transitadas de Puerto Rico, fue cerrada por horas y cuatro escuelas de la zona suspendieron sus clases jueves y viernes por temor de que los preciosos niños y niñas que a ellas acuden cogieran un disparo dirigido a otra persona.

Quedó así demostrado, para que lo vieran el mundo en general y los que viven por allí en particular, quién es el que manda en la zona: mandan los que se dedican a actividades ilícitas, porque, por decisión de ellos, por una avenida principalísima no se transitó y cientos de niños y niñas se quedaron en sus casas sin ir a la escuela. De paso, lo vieron los niños y niñas también. Vieron que cuando se tiene un arma en la mano se puede hacer que algunas circunstancias cambien, cosa que, en su mundo, no es común, eso de hacer que las cosas cambien.

Los problemas de estas tres comunidades, y de muchísimas otras con perfiles similares, no son nuevos. De hecho, oficiales de la Policía dijeron que la guerra que ocasionalmente tiene sacudidas como la que nos estremeció esta semana en la 65 de Infantería tiene justo 25 años, más del doble de las dos guerras mundiales juntas, y viene desde que fue asesinado por allí un tal “Germán el Monstruo” que supuestamente controlaba el tráfico de drogas en la zona.

Décadas, pues, con el mismo problema, varias generaciones ya creciendo arropados por la acre fragancia de la pólvora, incontables muchachos caídos antes de alcanzar la flor de la vida, sus muertes dejando una estela de dolor y desesperanza.

Décadas llevamos, sí, atravesando la viscosa selva de la muerte y todavía es la hora que no aprendemos de dónde es que viene esto y cómo podemos ayudar a que menos entren al tobogán del narcotráfico, menos empuñen el metal de un arma, menos tiñan del rojo profundo de su sangre las calles de sus comunidades y las memorias de sus familias.

Daba tristeza ver el viernes por la noche al superintendente de la Policía, José Caldero, un hombre serio, un buen funcionario, fotografiándose en Monte Hatillo junto a varios oficiales, hablando de “un plan de seguridad”. Hace lo que le toca el superintendente, rondar el área, poner uno que otro agente en una esquina por allí, para que el criminal se vea obligado a esperar otro momento u otro lugar para hacer lo suyo.

Otros no. Otros se quedan en la impavidez del privilegiado mientras esas y otras comunidades se despeñan por el barranco del crimen, la pobreza, la marginalidad, la violencia, la desigualdad, el discrimen, la falta de oportunidades, la desesperanza, en fin, sin hacer lo que les toca.

Los puertorriqueños hemos vivido ya cinco décadas, desde los años 70 hacia acá, con el crimen como una de nuestras mayores pesadillas y todavía es la hora que no entendemos cómo manejarlo. Todavía creemos, como los cavernícolas, que a garrotazos podemos controlarlo. Ni la caravana de fracasos de las últimas cinco décadas nos han convencido de lo contrario.

No es difícil entender las causas del crimen. Hay una población cautiva, deseosa de hablar, que lo conoce mejor que cualquier estudioso: son los cerca de 10,000 confinados que hay en nuestras cárceles. De hecho, ya se les ha preguntado y el resultado únicamente sorprende al que pasa la vida solo mirándose a sí mismo: diversos estudios revelan que casi todos son desertores escolares, crecieron entre pobreza y privaciones, con condiciones de aprendizaje, mentales o emocionales no diagnosticadas ni mucho menos atendidas y en familias violentas y disfuncionales en las que el crimen era normal y cotidiano.

Ésos son los que la escuela perdió porque no les ofreció nada que les pareciera relevante, o porque no pudo detectar alguna carencia que le impedía desempeñarse adecuadamente; son los que nunca tuvieron todo lo que necesitaban o se les hizo sentir que necesitaban; son los que, como los de las comunidades marginales y violentas, crecen viendo el crimen y el punto de drogas como algo normal.

Ahí está, punto por punto, todo lo que tenemos que atender para salvar a las generación que se levantan bajo la opresiva sombra de la pobreza y la violencia y la marginación; educación y salud de calidad desde la temprana edad y oportunidades económicas verdaderas.

No lo estamos haciendo. Un estudio dado a conocer esta misma semana precisamente por la Fundación Agenda Ciudadana pinta un cuadro desolador, pues nos dice que a la generación que empieza a levantarse ahora le estamos dando la misma dosis de pobreza y marginación que llevó a la anterior a entrarse a tiros de edificio en edificio en la 65 de Infantería.

Según el estudio, el 62% de los niños menores de cinco años en Puerto Rico ahora mismo vive bajo el nivel de pobreza y éste aumenta al 72% cuando solo está la madre presente. Además, reveló que hay cerca de 90,000 niños menores de tres años que no reciben ningún servicio educativo especializado. Y cuando lleguen a la escuela, llegan a un sistema en el que la inmensa mayoría de las escuelas no sirve y que suele dejar a sus estudiantes de educación especial, los más vulnerables, sin servicios por años.

En esos niños que ahora tienen menos de cinco años, que están entre nosotros, que no han empuñado armas ni entrado todavía a trabajar en el punto, está cifrado el futuro de nuestra sociedad. Con nuestra incapacidad de transformar los sistemas educativo y de salud, ahora, no mañana, que podría ser tarde, estamos tirando ese futuro al zafacón.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay

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