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Sueño de verano

Este es el sueño de verano de los que quieren superar la crisis sin sufrir ni un rasguño: un comité de estadounidenses de dorados cabellos reunidos un una llamada “junta de control financiero” poniendo en orden el caos en nuestras finanzas y aparato gubernamental causado por cinco décadas de criminal administración por parte de los partidos rojo y azul.

Es el sueño de verano, la fantasía ardiente que les ablanda el corazón, la perspectiva que les hace sudar las manos de emoción, porque de esa manera se librarían de la responsabilidad de las complicadas decisiones que hay que tomar para poner al País de pie otra vez. Pueden, de ese terminar siendo el desenlace, esperar en la sombra unos cuantos años, hasta que la junta haya arreglado la cosa y, entonces, volver con sus sonrisas perfectas, sus pelos engomados, sus charcos de sudor en las axilas y sus bailes sensuales, a pedir a los incautos que le dejen destruirlo todo otra vez.

Nadie en el oficialismo ha dicho de la boca para afuera que quiere la junta de control financiero. Pero andan por el Congreso de Estados Unidos, día y noche, como almas en pena, implorando misericordia, desesperados, dispuestos, al parecer, a aceptar lo que sea. El periódico The New York Times, muy influyente en Washington, lo pidió en un editorial. El economista Gustavo Vélez lo sugiere a cada rato. Múltiples figuras asociadas a los fondos que tienen la deuda de Puerto Rico lo sugieren, escriben al respecto en la prensa estadounidense y cabildean en favor de ello en Washington.

Un congresista, Jeffrey Duncan, republicano de Carolina del Sur, vinculado a los bonistas, lo pidió esta semana en una carta a sus colegas.

Todos parten de la premisa que cada día menos se niegan a reconocer: la deuda de $72,000 millones que ahoga a Puerto Rico es impagable y en cualquier momento a partir de julio el Gobierno no va a poder pagar y mantener las agencias públicas funcionando al mismo tiempo.

La situación, claro, es crítica. Pero parece que muy poca gente aquí tiene idea de las graves implicaciones que tendría una iniciativa como esa.

El modelo que se mira para pensar en esto es lo ocurrido en la Ciudad de Nueva York a mediados de la década de los 70. Nueva York venía arrastrando déficits presupuestarios que resolvía con préstamos desde principios de los 60, hasta que el nivel de endeudamiento, igual que aquí, llegó al grado en que nadie más le prestaba.

En 1974 estaba al borde de la insolvencia por actuaciones casi idénticas a las nuestras: estimados de ingresos extraordinariamente optimistas; uso desmedido de notas de anticipación pagaderas con ingresos que no llegaban; fondos de pensiones desfalcados y uso de fondos de mejoras capitales para gastos ordinarios, entre otras actuaciones, como las nuestras, así de irresponsables.

Para evitar el impago, el Estado de Nueva York creó en septiembre de 1975 una Junta de Control Financiero que tomó el control de la ciudad y libró a los políticos de las responsabilidades de lo único que podía hacer que Nueva York pudiera acceder de nuevo al mercado de préstamos: aumento en impuestos y en tarifas de servicios básicos, recortes en las pensiones, congelación de salarios y una reducción de nómina pública que ascendió al 20%.

La Junta controlaba las cuentas bancarias de la ciudad, impartía órdenes a los funcionarios públicos y los podía destituir y radicarles cargos. La Junta también tenía el poder de revisar y rechazar los planes financieros de la ciudad, sus presupuestos operacionales y capitales y los convenios colectivos que se negociaron entre el gobierno y las uniones.

En pocas, clarísimas y brutales palabras: el estado de indefensión en que la irresponsabilidad de sus gobernantes puso a la Ciudad de Nueva York le llevó a la situación indigna de entregarle el control de su gobierno a un comité de burócratas que no había sido electo por nadie, sino creado por la Legislatura estatal con miembros designados por el gobernador.

El modelo fue replicado en 1995 por el Congreso de Estados Unidos para poner orden en Washington D.C., sobre la que tiene jurisdicción por disposición constitucional y que en ese momento también estaba al borde de la insolvencia tras años de manejo temerario de sus finanzas.

La aplicación de ese modelo en Puerto Rico representaría la caída del último vestigio de disimulo del carácter patentemente colonial del Estado Libre Asociado. No le quedarían argumentos a los que siguen enredados en las sábanas del sueño del “pacto bilateral” o la “autonomía fiscal”. Puerto Rico regresaría a la era previa al 1952, cuando, sin el disimulo que supuso la creación del ELA en 1952, Washington designaba gobernadores no electos por nosotros.

Mas hay otra implicación peor: el que Washington designe un comité que nos gobierne, y que tanto el oficialismo como la oposición aquí lo reciban bailando de alegría y con los brazos abiertos, representaría el derrumbe definitivo de la clase política que nos llevó a esto, los rojos y los azules, que nos gobiernan por turnos desde 1968 y poco a poco fueron dinamitando los cimientos de nuestro país hasta llevarlo a esta desgraciada coyuntura.

Las posibilidades de que Washington tome esta ruta, por el momento, son escasas. “Puerto Rico no es lo suficientemente importante ni política ni fiscalmente”, decía recientemente a Bloomberg, Daniel Hanson, analista de Height Securities, una firma de manejo de inversiones con sede en la capital estadounidense.

Debemos estar entonces preparados para que, al final, la actitud de Washington sea la que asumió el entonces presidente Gerald Ford el 29 de octubre de 1975, cuando, temeroso de establecer un precedente del que pudieran agarrarse otras jurisdicciones irresponsables, se negó a asignar fondos federales para rescatar a la Ciudad de Nueva York, un desenlace que el New York Daily News resumió genialmente en un titular histórico que al día de hoy es recordado: “Ford a la ciudad: Muérete”.

¿Estaríamos listos aquí para bregar con un desenlace así?

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)

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