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Las cosas por su nombre

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El descenso

Cuando en 1348 la peste bubónica, después de haber borrado del mapa a la mitad de la población de entonces de Europa, se acercaba inexorable a Inglaterra, el Rey Eduardo III, en vez de tomar las medidas sanitarias racionales necesarias para contener la conflagración, decidió confiar solo en la intervención divina. Le pidió al Arzobispo de Canterbury que organizara oraciones que salvaran a los ingleses del dantesco desenlace que ya había vivido todo el continente.

“Ya que la catastrófica pestilencia ha llegado a un reino vecino, tememos mucho que, a menos que oremos devota e incesantemente, una pestilencia similar desplegará sus venenosas ramas en este reino y derribará y consumirá a sus habitantes”, escribió a sus feligreses Rafael de Shrewsbury, obispo de Bath.

Por supuesto, la peste arrasó el reino y cuando en 1349 fue finalmente erradicada, cerca de 3.7 millones de ingleses habían sufrido la horrenda y casi instantánea muerte que provocaba la peste.

Vivimos hoy en Puerto Rico tiempos caóticos que nos hacen recordar aquella experiencia.

No es una peste la que nos acecha desde el horizonte, pero se le parece. Se trata, en nuestro caso, de la insolvencia del Gobierno, esa catástrofe que está a punto de golpearnos ferozmente con su cola de dragón, sin que se vea que las autoridades tomen alguna medida drástica que no sea confiar en la intervención divina o, en su defecto, del Gobierno de Estados Unidos, que hasta este momento se ha limitado a mirar la situación desde lejitos, como si esto no tuviera que ver mucho con ellos.

El derrumbe nos está agarrando por pedazos. Los más evidentes, hasta este momento, son, primero, la encrucijada en que está la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE), agarrada por los costados por sus acreedores, dependiendo, literalmente, de su indulgencia, al borde del abismo y, segundo, el disparatado plan de salud del gobierno, que cada día revela un poco más de su fatula naturaleza, con pacientes quedándose sin los servicios necesarios y proveedores sin los pagos merecidos.

También nos enteramos en estos días que los pobres diablos que cumplieron con su responsabilidad contributiva en este país desbordado de tramposos solo recibirán su reintegro “si cae algo”, como dijo el secretario de Hacienda, Juan Zaragoza.

Y ese “algo” tiene que ser bien grande para que algo llegue a los contribuyentes, porque miren que la fila de los que esperan es bien larga, y empieza por los acreedores, pasa por los proveedores de salud, le guiña un ojo a los contratistas que llevan en algunos casos esperando años y le hace el saludo de la paz a los planes de retiro a los que no se ha pagado.

La insolvencia con nombre y apellido llegará en los próximos dos meses, cuando el Gobierno tenga que levantar la mano y decir que no puede pagar deuda o abrir el Gobierno, con las consecuencias tremebundas que cualquiera de esas dos opciones acarrea. Pero la realidad es que ya está aquí y la están sufriendo todos los antes mencionados y muchos más.

Todas las apuestas que hizo el Ejecutivo para manejar este problema que se negaba a ver desde que le fue advertido hace años le fueron fallando una a una.

Primero, la crudita, con la que se esperaba tomar un préstamo que le permitiera mantener el Estado a flote un tiempito más, pero que no ha podido ser hecho porque las condiciones que nos están poniendo para darnos dinero son de verdad insostenibles. Segundo, el IVA, que fue desfigurado en la Legislatura hasta hacerlo irreconocible.

Lo último está pasando en estos días: el Ejecutivo se inventó un trambo ahí para sacar el dinero de las agencias públicas de la banca privada y ponerlo en el Banco Gubernamental de Fomento (BGF), pero la medida no ha podido ser aprobada en la Legislatura, entre otras cosas porque se le quiere mancuernar con la derogación de una disposición que obliga a responder criminalmente al que se conduzca de manera irresponsable en la administración del BGF.

En resumen, los planes A, B y C fallaron y en este momento nadie sabe, en realidad, qué hará el Gobierno, si algo hará, para tratar de evitar el colapso financiero que se fermentó por no haber hecho lo que debimos hacer hace años: reinventar el gobierno para hacerlo vivir de acuerdo a sus medios, ni un centavo más.

Algunos están rezando como en Inglaterra y otros, mandándole flores, cajas de chocolate y cartas de amor a los burócratas del Departamento del Tesoro de Estados Unidos que son los únicos a los que han podido llegar a ver si allá alguien se apiada y nos manda el ansiado cheque del “bailout”, nos ponen bajo el mando de un americano que no le tema a las decisiones a las que aquí se les tiene terror o haga lo impensable, que es servir de garantes de otro préstamo más, aunque el planeta entero sabe que es muy poco probable que podamos pagar.

Mientras tanto, especuladores de la peor calaña salivan con nuestro destino y se cree que ya el 30% de nuestra deuda está en manos de esa despreciable especie de financiero a la que internacionalmente se conoce con el espantoso mote de “fondos buitres”.

Acá, en la espera, vivimos una larguísima antesala de la caída, un angustioso preludio de la época de intenso dolor que se avecina, del momento estremecedor en que, ya sin posibilidades de disimularlo, se nos caiga encima el techo del Gobierno.

Y ya que no nos quedan más opciones, puede que sea tiempo de algunas preguntas muy difíciles.

El abismo en que estamos fue fraguado durante muchos años, por todos los que malgastaron, robaron y repartieron entre sus amigos nuestros escasos recursos.

Es obvio para todo el que vea la vida de frente y sin pasiones malsanas, que dos años y medio no eran suficientes para salir del hoyo. Las preguntas que debe hacerse el País, entonces, son estas: ¿eran suficientes estos dos años y medio, sino para salir del hoyo, al menos para detener el descenso? ¿Se logró eso?

Llévense esas preguntas a la cama esta noche.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay)

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