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Las cosas por su nombre

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Perspectiva de historia

Por Benjamín Torres Gotay

Es la década de los ’60. En el sur de Estados Unidos arde la lucha por los derechos de los negros. Las cortes habían decidido a favor de la integración. Recién se les había permitido votar. Pero una mayoría blanca, sí, leyeron bien, una mayoría, oponía una tenaz resistencia. Quería mantener erigido un muro como el de Jericó: los negros a un lado y los blancos a otro. Los blancos arriba, los negros abajo.

Esa mayoría invocaba a su favor valores culturales, religiosos e históricos. Aducía que la integración amenazaba la seguridad y la salud pública. Echaba manos de múltiples estudios pseudocientíficos para justificar el primitivo prejuicio de que el negro, como ser presuntamente inferior, no podía tener los mismos derechos que el blanco. Decía que las cosas como habían estado hasta ese momento, ellos en el privilegio y los negros en la opresión, habían funcionado bien y no tenían por qué cambiar.

El National Review, voz del conservadurismo en Estados Unidos, lo describía así en un editorial el 20 de abril de 1965: “La segregación es un hecho y, más que un hecho, es un estado mental. Está en el subconsciente sureño junto a los más elementales instintos del hombre de autopreservación, supervivencia y la continuación de un modo de vida tolerable”.

Damos un salto de 50 años, al Puerto Rico del 2015, y vemos, no sin cierto estremecimiento, que los argumentos que se usaron entonces allá para intentar mantener en un estado de marginación e invisibilidad a los negros tienen una pavorosa resonancia con los que oímos hoy aquí para dar el mismo trato los homosexuales.

Se invocan, igual, valores culturales y religiosos, se plantean imaginarias amenazas a los estilos de vida de otros y se habla hasta de amenazas a la salud pública.

La gesta por los derechos de los homosexuales se ha ido dando por capítulos. El avance, aquí, ha sido lento, pero ha sido. En estos días, nos toma por asalto una vez más la obstinada resistencia de la mayoría a una causa a la que no le resta ningún mérito que en este momento sea de los menos. De los menos, recuérdese, fueron una vez las ideas de que la tierra era redonda, de que los negros eran inferiores y de que las mujeres no podían ni votar, entre infinitas otras.

El Departamento de Educación anunció que desde agosto implantará en las escuelas un currículo con perspectiva de género. Lo que se pretende con esta iniciativa es muy simple: que los niños aprendan que toda persona, independientemente de su sexo, o de cómo perciba su propio género, tiene el mismo valor y merece el mismo respeto. Enseñaría que los roles tradicionales que se han asignado por sexo son una construcción social, no naturales, y que cada cual tiene derecho a ser como quiera sin que eso signifique que vale menos, ayudando en el camino a crear una sociedad más solidaria y menos violenta.

A las personas racionales les cuesta entender por qué algo tan simple y tan bueno enfrenta una oposición tan feroz. La oposición la lideran líderes religiosos tan convencidos de su modo de entender la vida que no pueden concebir que nadie más la vea distinto. Los mismos que se oponen al matrimonio gay (que, en una exquisita ironía del destino, llegará este mismo año por vía de Estados Unidos, el país al que más apegados están la mayoría de ellos), a los estatutos contra el discrimen hacia los homosexuales y a que la ley contra la violencia doméstica aplique entre parejas del mismo sexo.

A ellos no les basta con creer lo que creen; quieren obligar a todos los demás a creer igual. Para ellos, el homosexualismo es un pecado o, ignorando toda la evidencia científica en sentido contrario, una desviación de la naturaleza. Se oponen apasionadamente, pues, a todo lo que pueda significar un reconocimiento oficial de que la gente tiene derecho a relacionarse sentimental, sexual o afectivamente con quien le parezca.

Ahora, quieren hasta imponerle sus creencias particulares al sistema público de educación, que por disposición constitucional debe ser no sectario. Dicho más claro: la educación pública no puede responder a los preceptos de ninguna religión. Si el Estado, respondiendo a su deber de procurar el orden social, entiende que el currículo con perspectiva de género salvaguarda derechos y es bueno para la sociedad como un todo, no puede dejar de hacerlo porque sea contrario a la religión de alguien.

En el afán de que se les entienda en algo imposible de entenderles, algunos religiosos se han metido hasta el cuello en el lodazal de la confusión, a la mentira y al miedo.

Así, han confundido a propósito perspectiva de género con educación sexual, han propagado la mentira de que en las escuelas se pretende enseñar perspectiva de género con libros sexualmente explícitos y han atizado los prejuicios y los miedos de los ignorantes con la falsedad de que con la educación con perspectiva de género se le quiere imponer a alguien el estilo de vida de otro.

Han tenido la ayuda en esto de figuras políticas y mediáticas que tienen muy poco de religioso, pero se juntaron a esta comparsa de la sinrazón por otro motivo: huelen sangre, ven a un gobernador vulnerable y cualquier causa que sirva para continuar golpeándolo en el piso es buena, aunque al hacerlo se lleven enredada a una minoría marginada que necesita la protección del Estado.

En 1965, el National Review decía que el racismo “era un estado mental” y que estaba “en el subconsciente sureño junto a los más elementales instintos del hombre por la autopreservación, la supervivencia y la continuación de un modo de vida tolerable”. 50 años después, esas palabras aplican letra por letra a los que se oponen a que se rompan las cadenas que mantienen a las mujeres y los homosexuales marginados, perseguidos, discriminados, burlados, invisibilizados y asesinados.

Dejemos a un lado de momento la perspectiva de género, asumamos la perspectiva de historia y lo veremos con una claridad deslumbrante: los de ayer y los de hoy son, en esencia, y bien mirados, lo mismo.

La pregunta es, entonces: ¿de qué lado queremos nosotros estar?

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