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Las cosas por su nombre

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Relatos de horror

La verdad, se ha dicho alguna vez, está en todas partes y al mismo tiempo en ninguna. 

El escritor francés André Gide nos invita a creer en los que la buscan, pero a desconfiar de los que dicen haberla hallado, mientras que el pintor, poeta y dramaturgo español Santiago Rusiñol decía que quienes la buscan merecen el castigo de encontrarla. 

No estamos, pues, ante algo fácil. La verdad, a menudo, viene enfundada en ropajes que la hacen irreconocible hasta que nos golpea en los costados con fuerza de titán cuando menos lo esperamos. 

En Puerto Rico varias verdades así, de esas que embisten y te dejan mareado, revolotean entre nosotros. Le tenemos un miedo que temblamos. 

Pero están ahí y, tarde o temprano, nos van a agarrar por el cuello y hacernos entender. 

Está hace tiempo, por ejemplo, la bancarrota del Gobierno, que viene acechándonos desde hace años, mientras miramos complacidos a otro lado y ahora está a punto de alcanzarnos.

Y, ahora, nos asalta de imprevisto el debate del status, que trae enredado un ramillete de incómodas verdades que, en su momento, si no ahora después, tendremos que enfrentar si queremos de verdad solucionar este problema de siglos.  

En el status, estamos en un laberinto. Con el status colonial, enfrentar los inmensos desafíos que tenemos como país es como poner a un burro a pelear con un tigre, aparte de que dejó de ser preferencia de la mayoría en la consulta de noviembre de 2012. 

La estadidad, mientras tanto, no la quieren lo suficiente aún aquí ni en Estados Unidos y no se prevé que esto cambie pronto.

La independencia, como ha sido promovida históricamente, es rechazada por, al menos, el 90% de la población y la libre asociación, república asociada o ELA soberano, como quieran llamarlo, que ha registrado un importante crecimiento y al parecer genera mucha curiosidad, pronto tiene que empezar a demostrar su verdadera naturaleza y ahí se verá cuánto la seguirán queriendo.

Este camino, ya difícil, lo complican aún más los que impulsan cada fórmula, azucarando cada uno su propuesta y obviando los detalles desagradables, con la complacencia de las legiones aquí a las que les encanta que les canten bonito y se tapan los oídos cuando les cantan lo feo.

Vamos por partes:

Los que impulsan el ELA hablan de los avances que registró Puerto Rico entre la década de 1950 y 1980 y de la nostalgia por el jíbaro y por Luis Muñoz Marín. Pero no dicen que, desde la década de 1990  hacia acá, vamos cuesta abajo como en bicicleta sin frenos. No dicen que las leyes federales aplican aquí sin que  podamos hacer nada para evitarlo, que congresistas o presidentes por los que no votamos pueden imponer el precio de la leche, la pena de muerte, meter en sindicatura a la Policía y  arrestar a un gobernador en funciones, como hemos visto en directo y a todo color durante los últimos años, mientras aquí solo podemos mirar y lamentarnos.

No dicen, sobre todo, que estamos bajo los poderes plenarios del Congreso, que puede hacer con nosotros lo que le venga en gana, como pasó con la 936, que era un instrumento esencial para nuestro desarrollo económico que allá borraron de un plumazo, causando, en gran parte, la debacle económica que hace años vivimos aquí. 

Los estadistas, mientras tanto, se la pasan pregonando la supuesta lluvia de fondos federales que traerá la estadidad, mientras meten debajo de la alfombra el golpe devastador para el país que representarán la imposición de contribuciones federales y la eliminación de incentivos contributivos a empresas, según relató, con una elocuencia que de verdad que espanta, el informe de la Oficina de Contabilidad General (GAO) del Congreso publicado en marzo de este año.

No dicen que el informe del GAO establece, en lenguaje absolutamente claro no sujeto a interpretaciones de ningún tipo, que, para que los puertorriqueños puedan afrontar la carga de contribuciones federales que traería la estadidad, el gobierno local tendrá que reducir brutalmente los impuestos locales, lo que provocaría o que se tenga que despedir a decenas de miles de empleados públicos o reducir  dramáticamente los servicios. 

De la misma manera, los soberanistas hablan con mucha elocuencia de las ventajas que le traería a Puerto Rico tener poderes soberanos, pero miran para otro lado cuando se les recuerda que para que eso sea posible Estados Unidos tiene primero que dar la independencia a Puerto Rico, aunque sea prácticamente de manera simbólica, pues entrarían en vigor,  de inmediato o en días, las disposiciones del tratado de libre asociación.

Hablan también de que la ciudadanía estadounidense no sería negociable bajo el nuevo status, sin tener la delicadeza de explicar lo difícil que resulta pensar que los nacionales de un país soberano, como sería Puerto Rico bajo un trato como el que proponen, mantengan permanentemente la ciudadanía de otra nación. 

Pero, la más rara de todas, es la campaña por la independencia, pues sus proponentes solo se dedican a pregonar por qué las otras fórmulas no sirven, sin hablar nunca de la justa duda que tiene casi todo el país: cómo serían sustituidos en un país independiente los cerca de $8,000 millones anuales en fondos federales que recibe la isla para todo lo que se pueda imaginar, incluyendo importantes programas de beneficencia social. 

En el país ideal, los proponentes de cada alternativa no solo  estarían predicando lo bueno de cada fórmula. Explicarían también la manera en que piensan afrontar los desafíos que cada fórmula, por buena que sea, también  entraña.  Pero este no es un país ideal. Es un país que le tiene terror a la verdad. 

Y el que teme a la verdad es al que ésta le da los golpes más duro cuando aparece.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay)

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