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Un chico a la moda

 

Aunque cada vez me cuesta más trabajo hacerlo, siempre procuro mantenerme al día. En la onda.
Por eso, cuando me meto en un ascensor, no hace más que cerrarse la puerta y, como todo el mundo, me dedico a escudriñar profundamente la pantallita de mi celular, como si estuviera recibiendo importantes llamados de ultratumba o los últimos informes del Dow Jones… aunque mi celular no reciba correos ni tenga acceso de Internet y lo único que yo esté mirando sea la lista de las últimas llamadas.
¿Qué les puedo decir? Quiero parecerme lo más posible al resto de los habitantes de este planeta.
Lo mismo me pasa con mi forma de hablar: estudio y analizo concienzudamente los últimos modismos de los jóvenes y de los no tan jóvenes como quien cursa una clase de maestría de alguna lengua foránea y, por consiguiente, soy muy capaz de decir que un alimento está “mega-sabroso” o una chica bonita está “tripiosa” o que soy ‘fan’ de tal o cual artista.
Pero no domino todos los vocablos y a veces, por esta falla, suelo meterme en problemas.


Hace unos días, en la disco, por ejemplo, conocí a una ‘chica’ -hay que decirles ‘chicas’ ahora, no muchachas, mujeres ni nada parecido- a la que, al parecer, le caí bastante bien, puesto que se pasó la noche bailando conmigo.
Como saben, aunque últimamente estoy un poco fuera de práctica, soy un bailarín de primera: mis brincos, piruetas y exóticas patadas al aire suelen dejar al resto de la concurrencia con la boca abierta, aunque solo sea para gritarme cosas como “ten cuidado, canto de …”.
En fin, llegó el momento en que volví a resentirme del viejo desgarrón muscular en la espalda que me mantuvo ‘missing in action’ durante buena parte del año pasado, por lo que le propuse a mi acompañante, que se llamaba Clarissa, una hermosa ‘chica’ de no más de 30 abriles, que me acompañara a darnos un par de ‘drinks’ en un ‘pub’ no muy lejano que yo patrocino con cierta frecuencia.
Cuando nos encaminábamos al lugar en mi vehículo, prendí la radio y puse la estación de música clásica que a menudo sintonizo para aliviar el ‘stress’ de la carretera… y de pronto vi cómo Clarissa se echaba a reír.
“¿Te pasa algo?” le pregunté.
Cuando finalmente logró controlar la especie de ataque que estaba sufriendo, me dijo: “No, nada. ¿Te puedo hacer una pregunta?”.
“Claro”, dije, un poco tragando en seco. Solo esperaba que no tuviera nada que ver con política ni religión, dos vertientes que cuentan con buena cantidad de fanáticos peligrosos.
“¿Dónde has estado viviendo últimamente?”.
Confundido, le di la dirección física completa de mi residencia, con zip code y todo.
Ella volvió a reír.
“No, lo que quiero decir es que dónde habías estado metido”, aclaró. “Hacía años que yo no había oído a nadie hablar de tomarse unos ‘drinks’ ni nada parecido”.
Un poco avergonzado, le pregunté: “¿Y cómo quiere que los llame?”.
“No sé… tragos, unas frías, unos palos”, explicó.
Entonces volvió a reír.
“¡Y esa forma de bailar!”, exclamó.
Ahí empecé a sentirme un poco ofendido.
“¿Qué tiene de malo mi forma de bailar?”.
La chica casi volvió a perder el control.
“Nada… es que me parece que bailas como esa gente que bailaba en Soul Train cuando yo lo veía de niña”.
No volví a abrir la boca hasta que pedí los ‘drinks’ -digo, los tragos- y la acompañé hasta una mesa desocupada.
Cuando le halé la silla para que ella se sentara, vi como ella lo hizo con cierto temor, como si pensara que podía tratarse de una broma y que mi propósito era provocar que se cayera espatarrada al piso.
Resultaba evidente que hacía mucho tiempo que nadie la había tratado con esa finura.
“Esto se llama caballerosidad, Clarissa”, le expliqué. “Quizá tampoco lo recuerdes, porque también viene de la época de Soul Train… o incluso de antes”.
Pero entonces dijo: “No, si no me estoy quejando… sino todo lo contrario”.
Esta vez fui yo quien casi se cae al piso: no sé por qué, pero su comentario tuvo el efecto de cambiarme el ‘mood’ de pies a cabeza.

Romeomareo2@gmail.com