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Otro amigo que sucumbe

Aquellos que en algún momento hemos apelado a ellas, sabemos muy bien que las compañías que se encargan de conseguirle a uno citas con parejas “compatibles”, a lo match.com, a veces pecan de ser superficiales y erráticas en sus selecciones.
Según me contó Rafa, un compañero de trabajo, una vez él hizo el experimento y una de estas compañías le empató, como “posible pareja ideal”, con una chica que, según un “análisis a profundidad” entre miles de participantes, era quien más se asemejaba a él en lo que a gustos y preferencias se refiere.
“¡Qué fraude, Romito!”, dijo Rafa al hacerme el cuento. “La gran semejanza que teníamos era que a los dos nos gustaba el cine, pero, claro, a ella le gustaban las comedias románticas y a mí también… si acaso ‘Rocky’ y ‘Star Wars’ caen dentro de la categoría de comedias románticas”.

 
Para aquél que no lo conozca, aquí les describo al sujeto: anda por los cuarentipico, no es muy alto, algo narizón, de pelo ensortijado; tal vez su principal característica sea su risa, que hace recordar el graznido de una mula cuando la ponen a subir una cuesta demasiado empinada.
A pesar de todos estos encantos, hace ya cerca de cuatro años que pertenece a nuestra cofradía de los “felizmente divorciados”, y casi desde entonces ha tenido que resistir todos los esfuerzos que han hecho tanto sus familiares como sus amistades por empatarle con la próxima mujer de sus sueños pese a que, como bien decía él, la anterior no había tardado mucho en convertírsele en una pesadilla.

 
Al principio, después de cumplir con el obligatorio periodo de luto en el que uno debe incurrir luego de un divorcio -un mínimo de 10 horas sin tratar de conocer a más nadie-, Rafa había aceptado de buena gana muchas de las sugerencias. Pronto se percató, sin embargo, de que al contrario de las que venían de match.com y otras compañías de ese tipo, las que les hacían sus conocidos ni siquiera tenían un mínimo de pretención de compatibilidad: lo emparejaban con muchachas por la sencilla razón de que también habían vuelto a estar solteras, o porque más o menos eran de su misma edad, peso o estatura.
“¿Qué se creen?”, pensaba él, “¿que esto es una pelea de boxeo o algo así y que tenemos que estar en la misma división?”
Así, cuando, semanas atrás, en una reunión familiar, su hermana le había dicho “Tienes que conocer a Melanie”, él había reaccionado con su escepticismo habitual.
“Ay, deja eso”, le dijo. “¿Te acuerdas de la última amiga tuya que me sugeriste? ¿La que se emborrachó en la disco y me tiró una botella de cerveza por la cabeza?”
“Lo único que te digo, hermanito”, insistió su hermana, “es que tienes que conocer a Melanie”.
“¿Melanie? ¿Quién diablos se llama ‘Melanie’ hoy en día?”, siguió protestando él. “Hoy todas las mujeres se llaman Yaki-nuri o Nuri-yaki o Teri-Yaki. A la única Melanie que conozco es a Melanie Griffith, la que estuvo empatada con Antonio Banderas”.
Llegó el punto, por supuesto, que hasta llegó a odiar ese nombre, que sonaba a tía solterona o a cantante ‘pop’ de principios de los setenta.

 

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Pero un día, por fin, conoció a la tal Melanie.
“¿Sí? ¿Y cómo es ella?”, le pregunté en el trabajo.
Rafa lo pensó varios segundos antes de contestar.
“Bueno, lo primero que me dije es que no es mi tipo. Es decir, no se parece a Rihanna ni tiene $10 millones en el banco ni nada de eso pero… tiene algo”.
Entonces produjo la sonrisa extasiada del perro que acaba de encontrar su hueso favorito.
No tuvo que decirme más: lo habíamos perdido.

romeomareo2@gmail.com

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