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Llanto hermoso en un día lluvioso

Señor Romeo,

Le consulto este caso, para ver si usted puede hacer algo por entenderlo.

Tengo 35 años y conozco a Alicia, quien es ahora mi esposa, desde la ‘high school’. De hecho, hasta fuimos vecinos un tiempo en Cupey.

Desde el primer momento, aunque era bonita, siempre me pareció una chica seria, estudiosa y respetuosa… es decir, que reunía las tres características que más me repelían entonces, ya que, como usted bien sabe, cuando se está en la ‘high’ o incluso en la Universidad la chica ideal es aquella que bebe, se ríe a carcajadas ante la menor provocación y cambia de novio como quien cambia de canal.

Eso no evitó, claro, que de vez en cuando saliéramos juntos cuando ya estábamos en la Universidad, pero siempre en el plano de amigos. En particular cuando yo llevaba varios días fiestando sin parar y necesitaba tomarme un respiro, entonces la invitaba al cine. 

Mi preferencia, tanto entonces como ahora, eran las películas de acción, al estilo de Rocky o Batman, o las comedias alocadas a lo Airplane o American Pie, pero a ella, por el contrario, le gustaban las películas del estilo de Fine Arts, adonde fuimos varias veces cuando estaba en Miramar.

Resulta que una vez vimos una de esas películas españolas seriotas, en la que los actores se pasaron el noventa por ciento del tiempo metidos entre las sombras, sollozando y hablando en una voz tan baja y tan repleta de zetas que uno hubiese deseado que pusieran subtítulos. Excepto que cuando entendía bien alguna frase lo que escuché fueron ridiculeces como “cada vez que veo llover pienso en las injusticias del destino” y cosas así.

Cuando salimos, por una de esas casualidades de la vida, comenzó a lloviznar, así que nos quedamos un rato debajo del alero de la entrada del cine esperando que el aguacero cesara… ¿No es raro que se hable de ‘agua-cero’ para describer el esceso de lluvia?

En fin, mientras yo me fumaba un cigarillo, Alicia se puso a hablar sin parar de la película y de su director, a quien consideraba un genio, y que naturalmente tenía un apellido que sonaba a ruso o polaco, algo que siempre facilita la genialidad, pienso yo. A la gente debe resultarle más difícil considerar genio a alguien que se apellide Pérez o Rodríguez, pienso yo.

En cambio, a mí la película no tan solo me había resultado fatalmente aburrida, sino que indescifrable, y, mientras llovía, Alicia se esforzaba en explicarme su supuesto simbolismo.

“Vamos a ver si te entiendo”, le dije en determinado momento, “me estás diciendo que el tipo no se convirtió en jirafa. Que la jirafa de verdad estaba ahí de verdad metido en la bañera con ellos. ¿No?”

De pronto, sin  embargo, Alicia juntó las manos ante sí como si fuera a rezar y, con un tono de voz que, tal vez sin darse cuenta, imitaba la de una de las actrices de la película recién vista, dijo: “¡Cómo desearía que el tiempo se paralizara aquí, y que nos mantuviéramos así como estamos ahora durante los próximos 10 años!”

Le empecé a responder que si eso pasaba íbamos a tener que regresar a Cupey en lancha, cuando, otra vez sorpresivamente, Alicia se echó a llorar.

Pero no era un llanto común y corriente, con gritería y succión de mocos, sino uno que hacía juego completamente con su estilo personal: suave, sencillo y silencioso. De hecho, solo me di cuenta de que lloraba porque tenía los ojos cerrados y las lágrimas empezaban a bajarle por las mejillas, dejando la huella del tinte de sus pestañas.

Era el tipo de llanto que yo solo había visto antes en las sufridas protagonistas de las telenovelas mexicanas o venezolanas, de esas que lloran tan lindo que lo hacen hasta dos y tres veces por capítulo, y que siempre logran que su galán termine abrazándolas y dándoles castos besitos cariñosos en la cabeza.

“¿Qué pasó, te cayó mal el pop corn? A mí a veces me da diarrea cuando como mucho”, le dije para consolarla, pero ella siguió llorando silenciosamente.

Fue cuando la vi tratando de abrir su pequeño pañelito para enjugarse la cara que perdí todo el control: la abracé, le di castos besitos en la cabeza. Peor aún, le dije que la amaba.

Los próximos cinco meses pasaron para mí tan rápido como los carros de Fast and Furious y casi no recuerdo nada de ellos. Solo sé, señor Romeo, que terminamos casándonos y que nuestro matrimonio ha sido uno bastante feliz y tranquilo, como posiblemente ella deseaba y se merece.

Pero jamás he vuelto a verla llorar como aquella noche a a salida del cine que me robó el corazón y la cordura.

¿Qué usted cree, señor Romeo?

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Lo único que puedo decirle, querido amigo, es que su historia hasta me ha hecho llorar a mí, que no lloraba desde el cierre del capítulo final de los Soprano.

Romeomareo2@gmail.com

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